Hanna Arendt, considerada una de las pensadoras más relevantes del sigloXX, nació en Alemania, en 1906, de padres judíos. Demostró su intelectualidad de forma precoz y su interés por la filosofía y el pensamiento.
Arendt lee a Kant y a Jaspers a los catorce años y se apasiona por el estudio del griego y por Kierkegaard, a quien ya lee a los diecisiete años. En 1924 asiste en Marburgo a las clases de Heidegger, y en 1925, en Friburgo, acude a las lecciones de Husserl y conoce a Jaspers, quien dirigió su tesis. Aunque nunca practicó la religión judía, sí que se consideraba parte de la comunidad, por lo que su casa en Berlín se convirtió en un refugio para los judios durante el nazismo, lo que le costó su detención por parte de la Gestapo. Después de esta experiencia emigró a París y más tarde (en 1941) a Estados Unidos, donde se nacionalizó. Allí se ganó la vida como periodista y escritora.
Se sumergió de lleno en su trabajo como redactora en una revista judía y como investigadora en la Conference on Jewish Relations y en 1951 publicó Los orígenes del totalitarismo, un amplio estudio sobre el nacionalsocialismo y el estalinismo.
En 1959 se convertiría en la primera mujer en dar clases en la Universidad de Princeton y cuatro años después se incorporó como catedrática en la Universidad de Chicago. En 1967 se incorporó al Graduate Faculty de la New School for Social Research de Nueva York.
En 1975 fallece a causa de un infarto dejando una gran herencia en sus obras más importantes: Los orígenes del totalitarismo (1951), La condición humana (1958), Entre el pasado y el futuro: ocho ensayos sobre el pensamiento político (1961), Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal y Sobre la revolución (1963), Hombres en tiempos de oscuridad (1968) y Sobre la violencia (1970).
Su pensamiento siempre llevará la huella de su propia experiencia lo que le lleva a repensar la política llevada al espacio público y a las consideraciones sobre la Historia del siglo pasado.
“La banalidad del mal” o Eichmann en Jerusalén.
Decía Galeano que “el torturador es un funcionario. El dictador es un funcionario. Eso, y nada más que eso. No son monstruos extraordinarios. No vamos a regalarles esa grandeza”. El tema constituye uno de los puntos clave – y más controvertidos de la filosofía de Hannah Arendt. En 1951 el New York Times la designa como encargada de cubrir el juicio contra Eichmann, uno de los responsables del holocausto judío durante la Segunda Guerra Mundial. Su polémica percepción del personaje le costó duras críticas y laureadas aprobaciones. Ahí nació el término “la banalidad del mal”, que podríamos sintetizar en sus propias palabras: “Lo más grave en el caso de Eichmann era, precisamente, que hubo muchos hombres como él, y que estos hombres no fueron pervertidos ni sádicos, sino que fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”.
Arendt invita a la reflexión sobre la equidistancia, el “cumplimiento del deber”, el no hacerse preguntas o cuestionar la realidad social en la que se vive. Habla de ignorancia aunque no la exime de culpabilidad. La señala. Y responde a una pregunta que mucha gente se hizo después de la barbarie nazi: ¿Cómo pudo ocurrir? ¿Cómo pudo una sociedad permitir/participar de algo así?
“Nobleza, dignidad, constancia y cierto risueño coraje. Todo lo que constituye la grandeza sigue siendo esencialmente lo mismo a través de los siglos”